domingo, 27 de noviembre de 2016

Expediente hormiga

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Lidia, una niña de cinco años despierta y muy observadora, creía haber revelado un importante misterio para la Humanidad. Estaba convencida de haber descubierto el origen de los marcianos.
Dedicaba horas, en sus ratos libres, a estar en el campo con sus abuelos. Horas en las cuales observaba, muy atentamente, la naturaleza y todo cuanto sucedía a su alrededor, acurrucada bajo el viejo chopo del tatarabuelo Rufo. Pero de todo cuanto podía admirar, sin duda, lo que más le apasionaba eran las hormigas.
A la pequeña Lidia le inquietaba ver de qué manera aquellos minúsculos bichitos iban y venían, de un lado para otro, a lo largo del día. Su manera de actuar parecía demostrar que todas aquellas hormigas supiesen perfectamente a qué punto exacto de la casa o de la huerta del tatarabuelo Rufo debían dirigirse en cada momento y por qué motivo.
Siempre que había pizcas de miga de pan en la cocina, las dichosas hormigas comenzaban a acudir desde el viejo chopo, situado a no menos de cien metros de la casa. Una vez allí, y organizadas en dos bloques perfectos de filas indias, se disponían para recoger los pequeños cuscurros de pan y volvían hasta la sombra del viejo chopo, bajo la cual se enterraban en su hormiguero, desapareciendo, como si no hubiesen estado allí jamás. ¿Cómo podían saber aquellos diminutos seres dónde se encontraba la cocina? ¿Y por qué parecían saber la hora exacta en la cual tendrían dispuestos siempre sus abuelos los cuscurros o las miguitas de pan para llevárselas?, se preguntaba Lidia, atónita, cada vez que observaba el fenómeno. Con toda seguridad, aquellas hormigas debían de pertenecer a algún grupo o familia muy unida y avanzada. En ocasiones, desplegaba su gran lupa y hasta le parecía que reían entre ellas y llegaban a conversar.
Lidia había oído a los adultos hablar sobre todo aquello de las naves espaciales y los extraterrestres…y poco a poco, todo parecía encajar. Observar a aquellas hormigas tan atentamente la había llevado al convencimiento absoluto de que aquellos extraños seres debían de tener algún sistema de control sobre nosotros. Un sistema, tan avanzado, que ni siquiera les hacía falta usar naves para visitarnos, haciéndolo a cuerpo descubierto y enfrentándose a grandes peligros, como la gran pisada del pie del abuelo Pipe.
– ¡Ajá! ¡Os he descubierto! –Exclamó Lidia observando la boca del hormiguero.
Y la pequeña se echó la siesta aquella tarde, increíblemente feliz, bajo la sombra del viejo chopo del tatarabuelo Rufo.
Había dado con el secreto de los marcianos…

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